Bendito Parlamento, ese lugar donde la oratoria debería oler a Montesquieu y, sin embargo, el 21 de mayo se impregnó de eau de testosterona barata. No eran los leones de bronce del Congreso quienes rugían, sino un autoproclamado “periodista” de la galaxia ultra llamado Bertrand Ndongo, que decidió que empujar a Antonio Maestre era la forma más chic de ejercer la libertad de expresión. Spoiler: acabó con denuncia policial y un trending topic que habría avergonzado hasta a Mortadelo.
Según narró el propio Maestre, habitual polemista televisivo y tuitero de guardia, Ndongo le interceptó cuando el colaborador de La Sexta intentaba atravesar la verja parlamentaria. Cámara en mano y verbo de tasca, el activista le soltó una retahíla de agravios y un par de empellones dignos de Yokozuna en mal lunes. Dos agentes de la Policía Nacional cortaron la performance antes de que la cosa pasara de “pressing catch” a parte de lesiones.
La escena, convenientemente grabada por el agresor y difundida en redes —porque si tu rabieta no está en streaming, no cuenta— terminó en los titulares de El País. El diario certificó que Maestre formalizó denuncia, mientras el acusado juraba que solo practicaba “periodismo de guerrilla”. Guerrilla, sí; periodismo, como que menos.
El rifirrafe no surgió en el vacío. El día anterior el Congreso activó el procedimiento para retirar la acreditación a quienes confunden la tribuna con el canal de Twitch de un tertuliano cabreado. PP y Vox fueron los únicos partidos que votaron en contra, acaso temerosos de que la bancada de vociferantes se quedara huérfana. Lo de Ndongo llegó como postal navideña adelantada: “Queridos Reyes Magos, desmontadme el argumentario a base de estacazos”.
No es la primera excursión musculatoria del personaje: la portavoz de Sumar, Verónica Barbero, ya probó su vehemencia cuando le saboteó una rueda de prensa a golpe de micro en ristre. Ochenta cronistas acreditados elevaron protesta formal hace semanas. Pero, oye, algunos confunden la columna de sucesos con la salida laboral perfecta y siguen colándose en el hemiciclo como si fuera un after. Spain is different, lo decía Fraga y aquí seguimos.
Maestre, por su parte, juega en otra liga: libros sobre franquismo, filias antifascistas y esa manía de documentar datos antes de opinar —un vicio carísimo en tiempos de click fácil. No es santo de la devoción de la bancada derechosa, pero nadie podrá decir que no avisa; lo suyo son los hilos kilométricos y las broncas de plató, no las llaves de judo en la Carrera de San Jerónimo. Que cada cual milite donde quiera, pero sin convertir la sombra de los leones en ring.
El episodio reabre el eterno debate sobre qué demonios significa ser periodista en 2025. ¿Vale con colgarse una acreditación impresa en casa y perseguir diputados como si fueran Pokémon salvajes? ¿De verdad hay que aguantar que cualquier hooligan con selfie stick reviente ruedas de prensa bajo el paraguas de la libertad informativa? La Federación de Asociaciones de la Prensa pide cribas más estrictas, pero ya sabemos que legislar contra el ruido siempre genera más ruido.
Entre tanto, el Gobierno se frota las manos ante la enésima evidencia de agresividad ultra y la oposición denuncia censura: cada cual exprime el incidente como una bolsita de té. Mientras, en Bruselas observan el teatrillo con gesto de madre que sospecha que el niño ha pintado la pared. El ranking de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras coloca a España en el puesto 36; con espectáculos así, nos arriesgamos a bajar por escala mecánica.
Queda por ver si la Fiscalía verá delito o simple parodia. Ndongo promete nuevas entregas en su canal, Maestre amenaza con más textos y la audiencia aguanta el cubo de palomitas. Moraleja provisional: cuando la política se convierte en lucha libre, los columnistas hacemos de árbitros con menos autoridad que un semáforo en el desierto. Pero no se preocupen: en el país de los empujones, la ironía todavía se cuela sin acreditación.
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