El Departamento de Defensa de Estados Unidos acaba de reinventar el concepto de «pase backstage», pero con pasillos kilométricos, fluorescentes parpadeantes y un persistente perfume a desinfectante institucional. La orden firmada el viernes 24 de mayo por el flamante secretario Pete Hegseth obliga a que cualquier periodista que pretenda merodear por el Pentágono circule pegado a un escolta oficial, cual héroe de videojuego con PNJ incorporado. Excusa: proteger información clasificada. Efecto real: convertir el edificio en un parque temático de la opacidad donde la libertad de prensa se queda en la taquilla.
Los detalles del nuevo corralito los desgrana Reuters. La liturgia, efectiva de inmediato, prohíbe deambular a tu aire por los cinco lados de Arlington salvo que lleves autorización previa y un militar en modo canguro. El memo paternalista remata, con solemnidad de banda marcial, que la vida de los soldados depende de que la prensa no fisgonee demasiado. Dulce patriotismo: censurar preguntas es la nueva forma de salvar patriotas.
La Pentagon Press Association respondió con un rugido: “ataque directo a la libertad de prensa”. Y con razón: ni siquiera tras el 11-S se clausuraron tantas puertas a los informadores. Durante décadas, reporteros de todo pelaje se pasearon por zonas no clasificadas sin que ningún secretario se desmayara. Ahora, con Donald Trump instalado de nuevo en el Despacho Oval, la transparencia huele a reliquia de museo militar: se mira, pero no se toca.
El episodio, por cierto, no es un unicornio. En febrero la Casa Blanca decidió que ella —y no la histórica Asociación de Corresponsales— elegiría qué medios acceden al presidente. La maniobra, relatada por la BBC, expulsó del pool a varios veteranos y alfombró la sala para altavoces «afectuosos». El Pentágono solo estaba tomando apuntes: si controlas quién pregunta, controlas qué se responde. Sencillo, rápido y tan democrático como un club privado con barra libre de uniformes.
El nuevo reglamento también presume de un programa de polígrafo para cazar filtradores y obliga a los periodistas a firmar una “responsabilidad compartida” repleta de purpurina patriótica. Traducción libre: si algo se filtra, la culpa es tuya, plumilla. Así se convierte al mensajero en sospechoso profesional y, de paso, se vende la idea de que las fugas nacen del micro y no de la tubería de secretos mal gestionados que recorre el complejo.
Números para la libreta: más de 3.000 profesionales se movían cada semana por los recovecos del «Cinco Lados» con un pase rosado que permitía pasear sin lazarillo. Desde hoy, el perímetro libre se reduce a la sala de prensa, el Starbucks de la planta baja y —con suerte— algún ascensor vigilado. El café seguirá siendo aguado, pero al menos tendrás a un oficial de acompañante para comentar el tiempo mientras diluyes la cafeína y, de paso, tu paciencia.
Organizaciones como Reporteros Sin Fronteras y el Committee to Protect Journalists ya han encendido todas las sirenas. Recuerdan que EE. UU. ha bajado del puesto 42 al 55 en el Índice Mundial de Libertad de Prensa en la última década. Con innovaciones así, pronto competirá con “democracias” de postal. Entre tanto, las redacciones críticas comienzan a destinar más dinero a abogados que a corresponsales: la Primera Enmienda nunca fue tan cara.
El espectáculo, sin embargo, tiene público fiel. Los altavoces pro-Trump aplauden el control de la “prensa enemiga”, convencidos de que, si callas al mensajero, el mensaje se evapora. Spoiler: los filtradores suelen ser insiders con acceso premium, no becarios con blog. Pero la lógica binaria vende bien en año electoral, sobre todo cuando necesitas un villano portátil que arrojar a la grada entre himnos y banderitas.
Los reporteros, mientras, desempolvan tácticas vintage: uno entra, memoriza lo que puede, sale y dicta a los colegas antes de que Seguridad le confisque hasta los chicles. Un revival sesentero con AirPods y cobertura 5G. Paradojas del progreso: cuanto más instantáneo es el envío de datos, más gruesos son los muros que levanta la autoridad para taparlos.
Pete Hegseth jura que solo intenta blindar secretos militares. Puede. Pero si tu democracia necesita niñeras armadas para escoltar preguntas, quizá el problema no sea la prensa, sino la guardería improvisada que llamas sala de mando.
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